Reproducimos, traducido al Español,
el siguiente artículo publicado en el Diario Londinense The Guardian en Julio
30, 2014.
Tenemos que acabar esta connivencia con el terror en
Colombia
Por Seumas
Milne
El puerto colombiano de Buenaventura es un lugar de miseria
y miedo. Cuatro quintas partes de la población, mayoritariamente negra, vive en
la pobreza extrema y grupos paramilitares ejercen un reinado de terror. La
mayoría de las importaciones de Colombia entran a través del puerto, el cual
está siendo ampliamente expandido para satisfacer las demandas de nuevos tratados
de libre comercio.
Pero en los tugurios de Buenaventura no se ve ningún
beneficio, la privación en que viven es una reminiscencia de lo peor que se
vive en Bangladesh. La mayoría de la población no tiene alcantarillado y muchos
carecen de energía. Decenas de miles se han visto forzados a abandonar sus
tierras en los suburbios de la ciudad para dar paso a "megaproyectos"
comerciales.
Para más horror, los paramilitares
desmiembran con motosierras a aquellos que se
cruzan en su camino en ranchos conocidos como casas de pique. La policía
dice que una docena de personas han sido sometidas a estas horribles muertes en
los últimos meses, pero la cifra real es mucho mayor, dice el obispo de
Buenaventura.
El
gobierno insiste en que los grupos paramilitares que han aterrorizado a la oposición
colombiana han sido disueltos. Pero en Buenaventura, estos son vistos abiertamente
confraternizando en las calles con soldados, e incluso publican su propio
periódico.
Cientos de millas más lejos, en Putumayo, en una remota
zona rural en el corazón de los 50 años de conflicto entre el estado y la
guerrilla de las Farc, los campesinos locales están bloqueando carreteras y
puentes en protesta contra la destrucción causada por la exploración petrolera y la fumigación aérea de sus cultivos por
parte del gobierno y su guerra contra las drogas.
En el pueblo de Puerto Vega, los lugareños hacen fila
para contar historias de las atrocidades y secuestros cometidos por la policía
y el ejército. Miembros de una familia describen cómo cuatro jóvenes sindicalistas fueron asesinados en mayo por soldados
del ejército quienes más tarde afirmaron que fueron asesinados en combate. No es a la
guerrilla a quienes tememos, dicen los pobladores, sino a las autoridades.
Esta es una historia similar a la ocurrida en el barrio de
clase obrera de Soacha en Bogotá, donde las madres de los jóvenes secuestrados
y asesinados por soldados, que falsamente afirmaban que eran guerrilleros con
el fin de calificar para bonificaciones, aun lloran describiendo los años de
campaña y luchas buscando que los responsables reciban el peso la justicia. Se
estima que más de 3.000 civiles fueron asesinados de esta manera en la última década.
Esta
es hoy la realidad en Colombia. Pero por supuesto, esta no es la historia que
vende el gobierno colombiano y sus patrocinadores
estadounidenses y británicos. En lo a que a ellos concierne, las conversaciones de paz con las Farc avanzan
exitosamente luego de que Juan Manuel Santos fuera reelegido como presidente el
mes pasado con un mandato por la paz.
Los funcionarios colombianos hablan de paz y derechos
humanos con un fervor evangélico y mostrando una montonera de carpetas. Pero,
tal como un informe independiente tras otro confirma, hay un abismo entre el discurso
y la vida en el terreno. Ni las leyes se aplican, ni los abusadores son enjuiciados.
Miles de presos políticos languidecen en las cárceles colombianas. Políticos,
sindicalistas y activistas de movimientos sociales son rutinariamente
encarcelados o asesinados.
Un cuarto de millón de colombianos han muerto como consecuencia
de la guerra interna, la gran mayoría de ellos a manos del ejército, la policía
y grupos paramilitares conectados con el gobierno. Cinco millones se han visto forzados a abandonar sus casas. Aunque la violencia es menor
que en otras épocas, el año anterior el asesinato de activistas de derechos
humanos y sindicalistas realmente se incrementó.
Uno de
los prisioneros es el sindicalista y líder de la oposición Huber Ballesteros,
arrestado el año pasado cuando estaba a punto de viajar a Gran Bretaña para hablar
en el congreso de sindicatos. La semana pasada, hablando desde la cárcel La
Picota en Bogotá, Ballesteros me dijo: "en Colombia no hay democracia, nos
estamos enfrentando a una dictadura con un rostro democrático".
Mientras tanto en la Habana, donde desde el 2012 se
llevan a cabo las negociaciones de paz, los líderes de la guerrilla de las FARC
advierten que
el proceso podría romperse a menos que el gobierno se comprometa con
reformas democráticas significativas y deje de asesinar a líderes de la organización.
No cabe
duda que las FARC quieren poner fin a su lucha armada, la cual en principio surgió
para defender a los campesinos agricultores y que durante décadas ha sido
utilizada para estigmatizar y aterrorizar a la oposición del país. Pero la
frustración de la guerrilla, con un proceso unilateral y un gobierno que se
niega a responder a su alto el fuego unilateral, está claramente aumentando.
Son personas como Ballesteros y las madres de Soacha las que
han despertado la solidaridad de los diputados y
sindicalistas británicos e irlandeses, quienes regularmente son llevados
a Colombia, - donde cerca de 3.000 sindicalistas han sido asesinados desde 1986
– por la ONG británica Justicia para Colombia.
Pero
es al estado colombiano y al ejército, responsables de décadas de guerra sucia
y del peor record en respeto de los derechos humanos del hemisferio, a quienes
apoyan los gobiernos estadounidense y británico. Colombia es el aliado más
cercano de Washington en América Latina, el tercer mayor receptor de ayuda
militar y de seguridad de Estados Unidos en el mundo.
Por eso es que el conflicto colombiano es calificado como
"la otra guerra de los Estados
Unidos", ya que se transformó de una lucha contra el comunismo a una
batalla contra las drogas y a otro frente en la guerra contra el terrorismo.
Pero Gran Bretaña también está íntimamente involucrada, en la medida que fortalece
lo que el embajador británico en Bogotá, Lindsay Croisdale-Appleby, llama una
"cercana" y "relación institucional de largo plazo" con el ejército.
Los intereses son tanto estratégicos como económicos, ya
que Colombia ha abierto su economía rica en recursos a la inversión extranjera
y la privatización. Se ha descubierto que multinacionales occidentales tal como
la compañía bananera Chiquita, de propiedad estadounidense, han financiado
directamente a los paramilitares, quienes han despojado de tierras productivas
a los campesinos y atacado a los
sindicatos.
Santos representa a esa parte de la élite Colombiana que
quiere poner fin a la guerra para dar paso a una inversión corporativa de gran
escala. La ola progresista que ha limpiado Latinoamérica y llevado al poder a gobiernos
de izquierda a través de la región es también menos favorable para el modelo
tradicional de escuadrones de la muerte de los políticos derechistas
colombianos.
Un acuerdo de paz con una protección efectiva para la
oposición podría abrir la posibilidad de un cambio real en Colombia. Pero eso
exige apoyo hacia aquellos que genuinamente están intentando hacer que ello ocurra
– y para que las potencias mundiales que predican los derechos humanos pongan
fin a su respaldo a la represión y al terror a escala industrial.
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