Articulo publicado originalmente en el portal de noticias Resumen Latinoamericano
Por Carlos
Aznárez
Si hay un
aspecto positivo de los graves acontecimientos que llevaron al presidente
venezolano Nicolás Maduro a cerrar a cal y canto la frontera con Colombia, es
que Juan Manuel Santos ha colaborado activamente en desenmascararse ante
quienes aún tenían dudas sobre su real perfil represor y de estrecha ligazón
con la reaccionaria burguesía colombiana.
En estos días
a Santos "se le soltó la cadena” (como decimos en Argentina) y le brotó a
cara descubierta su autentica vena uribista, aquella que brillaba por todo lo
alto cuando fungía de Ministro de Defensa del gran pope del narcotráfico y el
paramilitarismo.
Ahora, como
en aquellos años de plomo para los sectores populares, Santos embiste contra
Venezuela Bolivariana, se burla de sus políticas inclusivas, desprecia la
gigantesca anfitrionía con que Hugo Chávez Frías primero y ahora Maduro han
recibido a más de 6 millones de colombianos, a quienes les entregaron su
respectiva cédula de identidad y los hicieron propietarios de 180 mil viviendas
de las 800 mil que ayudó a construir el socialismo bolivariano.
Rabioso,
Santos amenaza a diestra y siniestra al pueblo venezolano, pero por elevación
extiende su advertencia guerrerista hacia Ecuador, Bolivia y cuanto país
no comulgue con sus patrones de Washington, esos a los que les pondera su
permanencia en una decena de bases militares.
Con su
comportamiento actual, recuerda Santos a aquel que en 2006 se calzó ropas
militares y no se las quitó hasta el 2009, acompañando a Uribe Vélez en
auténticas masacres de pobladores a los que se les aplicó la “ley de
falsos positivos”, contabilizándolos como “bajas de la guerrilla” .
Sus tropas (las “legales”) no le fallaron en operativos combinados con los
militares de EEUU y asesores israelíes, intentando desmantelar los campamentos
insurgentes. Sólo basta recordar los gestos y dichos de Santos festejando con
sus muchachos, la invasión a territorio ecuatoriano para bombardear el sitio
desde donde el Comandante guerrillero Raúl Reyes hacía esfuerzos para lograr
la apertura de conversaciones de paz. Su cuerpo, aniquilado por las bombas
santistas fueron la más dramática imagen de las intenciones pacificadoras de
Uribe y su ministro de Defensa.
Ni qué hablar
del otro “ejército”, el de la motosierra y las invasiones sangrientas a
los poblados campesinos. Esas Autodefensas paramilitares auspiciadas por Uribe,
pero toleradas hasta el hartazgo por Santos y sus generales. Allí y no en otro
lado están las razones de los miles de asesinados y millones de desplazados,
muchos de los cuales fueron recibidos en Venezuela como hermanos de sangre y de
historia. Como deseaba Simón Bolívar, el padre de todos ellos a ambos lados de
la frontera.
Hubo un
momento confuso en todo este proceso conflictivo entre Colombia y Venezuela, y
se dio cuando en las últimas elecciones Santos se disfrazó de paloma de la paz
(el poeta universal Rafael Alberti desde el más allá lo estará
maldiciendo), y se ofreció a propios y extraños como el hombre que
podía frenar el avance uribista. Fueron momentos complicados para un
sector de la izquierda colombiana y no pocos hermanos de similar
pensamiento en el continente. Como suele ocurrir, se impuso la táctica
de “votar al menos malo”, o como señalara un dirigente popular: “Si
gana Uribe nos ejecutan al día siguiente, con Santos duramos un año”. Pero lo
menos malo generalmente siempre termina demostrando que no trae nada bueno. Y
así fue en este caso. Santos espantó la blanca paloma de un cachetazo y
se subió con todo a lo más alto de su talante prepotente y cínico.
Santos es
Uribe y Uribe es Santos. No tengamos duda de ello. Son parte de la misma
política de acumulación capitalista y pro-imperialista que soporta
Colombia desde hace décadas. De a ratos confrontan y hasta aparentan un enojo
definitivo, pero a ambos los sigue uniendo el espanto que ellos mismos provocan
sobre la población campesina, obrera y estudiantil del país. ¿O acaso se
diferenciaron a la hora de reprimir a los miles de movilizados durante los
últimos paros agrarios? ¿O hubo desencuentros entre ellos cuando se trató de
enviar a la prisión a dirigentes populares como Hubert Ballesteros, a los
militantes de Marcha Patriótica o los recientes jóvenes luchadores del
Congreso de los Pueblos?. ¿O alguien cree de buena fe que uno u otro no están
detrás de las maniobras de corrupción, lavado de dinero y otras linduras que
terminó con gran parte de ministros de los últimos gabinetes y figuras
parlamentarias sometidas a juicio o enviados a prisión?
Tampoco piensan
distinto Álvaro y Juan Manuel sobre el futuro de Venezuela, y en estos días
Santos se ha encargado de reafirmarlo, cuando amenaza con llevar a las
autoridades del país hermano a los Tribunales internacionales para
juzgarlos “por crímenes de lesa humanidad” o atiza la braza buscando
la caída del gobierno bolivariano y chavista, para que los John Kerry o los
Obama de turno se apoderen del petróleo que tanto los desvela.
La escalada
santista-uribista no se da en cualquier momento. Coincide con la ofensiva
política, económica y militar imperialista en el continente, con el desembarco
de marines en Perú, con las estrechísimas relaciones militares entre Paraguay y
Uruguay con los Estados Unidos, que han derivado en asesoramiento in situ,
y en grandes maniobras bélicas, Así aparecen en la superficie programas
como el Capstone (recientemente firmado por generales y almirantes yanquis
con sus pares paraguayos), o los operativos de “capacitación conjunta” de
expertos militares estadounidenses con uniformados del Uruguay de Tabaré
Vázquez. Precisamente el mandatario que se comunicó con Santos -no a Maduro-
para ofrecerse como mediador en el conflicto fronterizo.
Pero además,
y esto es fundamental, detrás de toda esta furibundia del gobierno
colombiano subyace la intencionalidad de más temprano que tarde, patear
el tablero de la paz que subsiste en La Habana. A Santos no le interesa
una paz con justicia social como aspiran las FARC, el ELN y la
gran mayoría del pueblo colombiano. De allí que cualquier excusa, motorizada
por el propio establecimiento del Palacio Nariño, les pueda servir para sus
intenciones.
En este marco
de gravedad que asedia a la Revolución Bolivariana, no caben medias tintas, y
es por eso que la decisión -aunque tardía- tomada por el presidente Maduro
de cerrar la frontera debe ser respaldada por todos los pueblos del
continente. Pero también por sus instancias integradoras, como Unasur y la
Celac, a las que hay que ayudar a desentumecer.
Se trata de
una razón de autodefensa lógica, planteada por un país al que le estaban
robando gota a gota su economía mediante una guerra no declarada pero efectiva.
Se trata de una medida sanitaria que busca destruir los bolsones de
paramilitarismo y muerte implantados por el santísimo-uribismo al
borde de Táchira, Zulia o en infinidad de bastiones de las grandes ciudades
venezolanas.
Una nación
que todos estos años ha derrochado solidaridad con cada pueblo o gobierno que
la necesitara, con sus misiones de salud, de alfabetización o con ese proyecto
fundamental que es Petrocaribe no se merece esta infamia, como tampoco la de
recibir las críticas de ONGs que se autocalifican de “defensoras de
derechos humanos”, como el CELS y la CGIL de Argentina o la decididamente
golpista PROVEA de Venezuela. Sin duda, el lobby “demócrata" gringo
no pierde tiempo en arrimar más leña al fuego.