Escrito por Matt Peppe y
publicado originalmente en Ingles el 5 de octubre de 2015 en el portal de
análisis www.counterpunch.com
Hace semana y media la noticia desde la Habana fue que las FARC
(fuerzas armadas revolucionarias de Colombia) y el gobierno colombiano habían definido que el acuerdo final de la paz seria firmado en un plazo de seis
meses. La noticia fue aclamada como un paso importante en la solución de un
conflicto que lleva mas de medio siglo y como una oportunidad para lograr la
paz del pais. No obstante, los medios masivos de comunicación que
siempre recitan la retorica del gobierno, omiten reconocer las causas
principales de la violencia y la inevitabilidad de que esta continuará en el
futuro.
A lo largo de décadas, la política del gobierno colombiano ha sido una
estrategia de seguridad nacional de contrainsurgencia, desarrollada a finales
de los años 50 bajo el auspicio del ejercito de los Estados Unidos. El objetivo
del gobierno de Estados Unidos era mantener un sistema político amigable para
los negocios mediante la implementación de políticas económicas que favorezcan
a las corporaciones multinacionales y al capital extranjero. Cualquier
resistencia a tales políticas era considerada subversiva, y las gentes que
simpatizaban con tal resistencia eran estigmatizados como enemigos internos que
debían ser eliminados o neutralizados por medios militares.
La retorica de la doctrina de seguridad nacional sostiene que si se
elimina la amenaza insurgente la paz será restaurada. La presunción implícita en
esa doctrina es que los rebeldes de las FARC han sido siempre el bando que se
atraviesa en el camino de la paz. Según esta interpretación, cuando las FARC
iniciaron sus operaciones militares el estado tenia que responder en beneficio
de la nación en su totalidad organizando una respuesta contraguerrillera.
Pero esta narrativa es históricamente equivocada. El conflicto
colombiano no es una pelea del conjunto de la sociedad contra un grupo de
guerrilleros, sino una batalla de un grupo minoritario de élites que controlan
el aparato estatal contra la mayoría de la población.
“Como en muchos otros países latinoamericanos, las semillas de la
desigualdad social actual y la lucha por la concentración de la tierra y
recursos de Colombia la podemos encontrar en el control ejercido por una
minoría minúscula, igual que en el despojo progresivo de la mayoría de la
gente, lo cual tiene sus raíces en el colonialismo del siglo XVI,” explica
Jazmín Hristov en su libro Sangre y Capital: La Paramilitarización de Colombia.
[1]
Una vez las FARC se constituyeron en el ala armada del partido
comunista en Colombia, la doctrina contrainsurgente - desarrollada por el
ejercito de EEUU. y codificada en manuales que fueron distribuidos desde los años
60 - instruyó a sus contrapartes colombianas a que consideraran cualquier forma
de lucha por la justicia social o reforma democrática como forma de
insurrección comunista. Además de los rebeldes armados, miembros del clero,
académicos, líderes sindicalistas, defensores de derechos humanos, y otros
miembros de la sociedad civil han sido convertidos en blancos insurgentes
potenciales.
Para extender su alcance en la sociedad colombiana, el gobierno
autorizó legalmente el paramilitarismo en 1965 con el Plan Lazo mediante la
conformación de “fuerzas de defensa civiles” armadas e integradas al sistema militar colombiano
[2]. Estas fuerzas sirven el objetivo del gobierno de preservar el status quo
realizando su trabajo sucio a través de escuadrones de la muerte, asesinatos,
tortura, intimidación y desapariciones, al tiempo que proporcionan el
encubrimiento y un aparente distanciamiento del estado en sí mismo.
El conflicto colombiano no puede ser entendido correctamente sin el
reconocimiento de la naturaleza verdadera de los actores implicados y los
intereses que estos representan. “El paramilitarismo nunca ha sido, mucho menos
ahora, un tercer actor aislado (el estado y las guerrillas son los otros dos),
tal como es presentado en los discursos oficiales de seguridad nacional,”
escribe Hristov. [3]
Escribiendo en el Nueva York Times luego de que el acuerdo sobre
justicia fuera anunciado, Ernesto Londoño dice que la “lucha de tres vías entre
las facciones del guerrilla, las fuerzas del gobierno y las bandas paramilitares
de la derecha que a menudo actuaban como testaferros del estado habían
asesinado a más de 220.000 personas y desplazado alrededor de 5.7 millones.”
Dan Kovalik, profesor de derechos humanos internacionales en la
escuela de leyes de la Universidad de Pittsburgh, controvierte la noción de que
los paramilitares simplemente operan de vez en cuando como testaferros: “Es
imposible hablar de los paramilitares como actor separado del estado
colombiano, porque es el estado colombiano el que ayudó a crear los paramilitares;
y los grupos defensores de derechos humanos han concluido año tras ano que el
estado les ha suministrado las armas, ayuda logística y ha realizado incluso
operaciones conjuntas. Incluso las cortes federales cuando han sido confrontadas
con estas preguntas, bajo la Alien Tort Claims Act, han concluido que los
paramilitares están tan integrados con el estado que sus acciones criminales
constituyen una acción del estado.”
Además de la inexactitud al describir el conflicto, la declaración de Londoño
utiliza estadísticas de la violencia acumulada sin distinguir quién es el actor
responsable de las muertes y
desplazamientos. Más adelante en su columna, Londoño culpa
implícitamente a las FARC de la mayoría de la violencia: “docenas de víctimas viajaron
a La Habana para hablar sobre los abusos que sufrieron a manos de los líderes
del guerrilla. Algunas implicaron a las fuerzas del gobierno en actos brutales…
Los tribunales especiales de guerra que el gobierno intenta crear para juzgar
crímenes serán asimilados a cortes de canguro por quienes han estado a favor de
una derrota militar del FARC.”
Si uno acepta la retorica de la seguridad nacional según la cual la
mayoría de la violencia perpetrada por el gobierno equivale solo a un daño
colateral como resultado de la reacción a la agresión insurgente, entonces las
guerrillas serían responsables de la mayoría de muertes y lesiones. Pero éste
es apenas un caso.
Kovalik anota que los “grupos defensores de derechos humanos han
concluido consistentemente que el estado colombiano y sus aliados paramilitares
cometen la mayor parte de las violaciones de derechos humanos en el país - en
los peores años, por lo menos el 80% de los abusos han sido atribuidos a estas
fuerzas.”
La intervención del
gobierno de EEUU y el Plan Colombia.
Londoño también elogia la política de EEUU señalándola como la
generadora del ímpetu para alcanzar la paz: “La intervención por la fuerza de
Washington en la guerra, la cual comenzó hacia finales de los 90s, permitió que
el gobierno colombiano debilitara a las FARC y en últimas sentara las bases
para las actuales negociaciones paz.”
La política contrainsurgente de Washington es vista no sólo como un
instrumento para la paz, sino como el factor principal que permitirá su logro.
Es increíble como el revisionismo histórico retrata al instigador y
patrocinador de la violencia masiva que ha perdurado por décadas como un
intermediario honesto para terminar esta violencia.
En realidad, la intervención de Washington comenzó 40 años antes del
tiempo al que se refiere Londoño, y esa intervención fue la que agudizo la
guerra que ha azotado al país desde entonces. Cualquier evaluación objetiva de
la política exterior de EEUU en Colombia ha encontrado que ésta ha sido un
absoluto fracaso . Bajo la dirección, financiamiento y entrenamiento de los
EEUU, el estado colombiano ha mostrado uno de los peores records en respeto de
los derechos humanos en el hemisferio. Muchas organizaciones de derechos
humanos dan testimonio de esto, y han exigido el fin de la ayuda militar de EEUU
a Colombia.
“año tras ano la política de EEUU ha ignorado las evidencias y
peticiones de las Naciones Unidas, de organizaciones no gubernamentales
colombianas e internacionales y de la gente de Colombia. El plan Colombia ha
sido un fracaso en todos los aspectos y los derechos humanos en Colombia no
mejorarán hasta que haya un cambio fundamental en la política exterior EEUU,” declara
la oficina de Amnistía Internacional en los EEUU.
Un informe de la ONG de derechos humanos Human Rights Watch dice:
“toda la ayuda para la seguridad internacional debe ser condicionada a acciones
explícitas del gobierno colombiano encaminadas a cortar conexiones, en todos
los niveles, entre los el ejercito y los paramilitares. Los abusos atribuidos directamente
a los miembros del ejercito colombiano han disminuido durante estos últimos
años, pero en el mismo período el número y magnitud de los abusos atribuidos a
los grupos paramilitares que operan con el consentimiento de los militares o
con su abierto apoyo, se han elevado súbitamente.”
El profesor e historiador de Bogotá Renán Vega Cantor, en un estudio
sobre la presencia de EEUU en Colombia, escribe que: “El terrorismo de
Estado que se perpetúa en Colombia desde finales de la década de 1940 se
alimenta tanto del sostén militar y financiero de los Estados Unidos, como de
los intereses de las clases dominantes criollas, para preservar su poder y su
riqueza y negarse a realizar elementales reformas económicas y sociales de tipo
redistributivo.”
Lo que el Nueva York Times y los medios masivos omiten en su análisis
es que el sistema sociopolítico colombiano neoliberal actual necesita la
continuación de la violencia para acomodar el capital.
“La guerrilla no fue la causa de el conflicto colombiano sino por el
contrario, uno de sus síntomas, y simultáneamente se convirtió en un factor
contribuyente en el sentido de que su misma existencia sirve de pretexto y justificación para la violencia y la militarización
por parte del estado; lo cual desafortunadamente ha hecho que la presencia de
la guerrilla sea utilizada por el establecimiento para legitimar la violencia
sobre las fuerzas sociales que desafían el poder de las clases dominantes,”
escribe Hristov en su ultimo libro, Paramilitarismo y Neoliberalismo: Sistemas Violentos
de la Acumulación de Capital en Colombia y Más Allá. [4]
Hristov dice que si el gobierno quiere satisfacer las demandas de las
FARC, tiene que invertir en programas sociales a expensas del aparato militar y
políticas de seguridad actual. Pero como estos sistemas le sirven a esa estructura
económica neoliberal que transfiere la tierra y los recursos de las masas populares
a una minúscula minoría elitista, es ingenuo pensar que esos cambios ocurran.
“Incluso en una era post-FARC el estado tendría siempre pretextos, recurrirá
a las BACRIM [bandas criminales que tienen raíces en los grupos paramilitares
presuntamente desarmados] o a la existencia de otros grupos guerrilleros, para
mantener el desbordado nivel de militarización,” escribe Hristov. [5]
La representación del conflicto colombiano en el Nueva York Times y
otros medios masivos es una replica de la propaganda estatal, haciendo eco a la
doctrina de seguridad nacional, propaganda que oculta la violencia inherente al
sistema económico colombiano que ha ocasionado la perpetuación del militarismo
y la represión en el país.
Si bien cualquier acuerdo de paz que ofrezca la perspectiva de reducir
la matanza es bien recibida, el hecho de que el estado colombiano continúe
sometido al consenso de Washington y a su modelo socioeconómico neoliberal,
significa que el país se dirige inevitablemente hacia la continuación de la
violencia, el despojo, y el sufrimiento de la inmensa mayoría de la población.
Solo cuando el gobierno colombiano y los medios masivos de comunicación
occidentales reconozcan que la intervención de Washington exacerba la violencia
en lugar de minimizarla, tal vez entonces Colombia pueda empezar a liberarse a
si misma y a buscar una paz duradera y con justicia social para todos sus
habitantes.
Referencias
[1] Hristov, Jasmin. Blood and Capital: The Paramilitarization of
Colombia. Ohio University Press; 1 edition, 2009. Kindle edition.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Hristov, Jasmin. Paramilitarism and Neoliberalism: Violent Systems
of Capital Accumulation in Colombia and Beyond. London: Pluto Press, 2014. (pg. 153)
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